Trances guadalupanos

No quisiera mostrarme sacrílego en estos días guadalupanos, pero debo decir que hay alguna evidencia histórica de que, en algún momento del siglo XIX, el culto guadalupano estuvo a punto de desaparecer en México.

Después del triunfo de la república en 1867, los liberales mexicanos arrinconaron a la Iglesia y, con ella, al santuario de la virgen morena. En 1869, la capilla del Tepeyac estaba a punto de cerrar sus puertas, por falta de limosnas.

Juárez “mantuvo la fiesta nacional el 12 de diciembre”, instaurada años atrás, “pero permitió que sus partidarios liberales confiscaran el capital del santuario, despojaran a la capilla de gran parte de su plata y sus joyas, y cerraran el convento contiguo de monjas capuchinas”. (David Brading: La Virgen de Guadalupe, Taurus, 2002, p. 448)

En 1880, Tirso Rafael Córdoba predicaba en el Tepeyac, “lamentando el cuadro desolador de la indiferencia religiosa en México” y la falta de limosnas.

En 1884, a partir de su segunda presidencia, Porfirio Díaz buscó la reconciliación con la iglesia, tendió la mano al repatriado exobispo poblano, Labastida y Dávalos, y a su fantástico sobrino, José Antonio Plancarte.

En 1876, la Virgen de Lourdes fue coronada como reina de Francia en una ceremonia a la que asistieron 35 obispos, tres mil sacerdotes y más de cien mil laicos.

Inspirados por ese ejemplo, los arzobispos de México, Guadalajara y Morelia solicitaron a Roma su permiso para coronar a la Virgen de Guadalupe como reina de México.

Luego de una intensa polémica en contra del culto, venido de la misma iglesia, el 12 de octubre de 1895, con la asistencia de 22 obispos mexicanos, 14 estadounidenses y otros tres de Quebec, La Habana y Panamá, se llevó a cabo en la Ciudad de México la Coronación de la Virgen de Guadalupe como Reina y Madre de México.

La coronación de Guadalupe marcó el renacimiento público de la Iglesia católica en México, luego de los adversos tiempos de la reforma liberal.

Por primera vez en casi medio siglo, los obispos volvieron entonces a hablar en nombre del pueblo de México. En adelante, el culto guadalupano no hizo sino crecer, hasta el imbatible lugar que ocupa ahora.

 

 

 

 

Opinión –Héctor Aguilar Camín
Agencia: MILENIO

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