Putin, Biden, el botón rojo y los riesgos de blofear

Parecen noticias alarmistas de una mala película de ciencia ficción; el tipo de información que el público y los políticos en su momento ignoraron pero que estaba allí para documentar en retrospectiva lo que finalmente sucedió: la devastación. El domingo se informa que Joe Biden por fin autoriza a Ucrania usar los misiles de largo alcance para atacar a Rusia; horas más tarde Putin afirma que en caso de ser utilizados podría responder con armas nucleares. El lunes el gobierno de Suecia distribuye cinco millones de folletos entre sus ciudadanos con recomendaciones a seguir en caso de una guerra; Finlandia hace algo similar también el lunes abriendo un sitio web con instrucciones sobre qué hacer en caso de una guerra. Se estima que 58% de los ciudadanos de este país ya cuentan con suministros de reserva para un caso de emergencia.

Hasta aquí se trata de declaraciones y enunciados, pero este martes nos enteramos de que, ni tardo ni perezoso, Ucrania lanzó seis de estos misiles, aunque, según Rusia, todos fueron interceptados y solo los restos de uno de ellos causaron daños menores. Casi simultáneamente, Putin dio a conocer un decreto respecto a su doctrina nuclear que incluye la posibilidad de lanzar armas de destrucción masiva en contra de una nación, aunque esta no las tenga, y sea apoyada por países que cuentan con ellas. Una definición de lo que ahora hace Ucrania. El documento amplía de manera alarmante las causales para apretar el botón: a partir de ahora el “marco legal” no exige que el Estado o la nación se encuentren en peligro, basta con que el ataque represente “una amenaza crítica a la soberanía y/o a la integridad territorial”. Ambigua expresión que podría abarcar el ataque de Ucrania a suelo ruso con los misiles de Occidente. Y, por lo demás, Putin no se anduvo por las ramas: el decreto señala que la agresión de cualquier gobierno como parte de una coalición militar (bloque, unión) contra la Federación de Rusia y sus aliados, será considerada una agresión de este bloque en su conjunto”. En plata pura le autoriza emplear armas nucleares incluso contra países de la OTAN.

¿Es un bluf de Putin? Seguramente. Como en cierta forma también fue un bluf por parte de Biden la autorización de los misiles de mediano alcance tras negarlo durante casi tres años y apenas a dos meses de abandonar la silla presidencial. Demasiado poco para hacer alguna diferencia en la guerra (Rusia ya retiró los centros de logística y armas de las zonas de alcance, dicen los expertos).

​En realidad, las dos partes intentan elevar sus cartas de presión o negociación antes de afrontar la previsible convocatoria de Donald Trump a parar la guerra. Como se recordará, el neoyorquino afirmó que le bastaba un día para resolver el conflicto. Y quizá no sea en un día, pero es muy factible que dure muy poco tras su llegada al poder el próximo 20 de enero. No ha escondido su simpatía por Putin y su desacuerdo con la guerra; se terminará porque sin el apoyo de Washington y las dudas de Europa, Zelensky estará obligado a pactar alguna forma de rendición disfrazada. Lo que vayan a ceder ambas partes dependerá de las presiones del entorno y la correlación de fuerzas que arroje el balance bélico y territorial. Nadie ignora que en los últimos meses los partes de guerra favorecen a los rusos, hoy en poder de una quinta parte de la superficie ucraniana y siguen avanzando lentamente.

Biden intentó empoderar a Ucrania con una última carta de negociación. El problema es que enseñarle un cuchillo a Putin es la receta segura para ser encañonado con una bazuca. Él no tiene que responder a un congreso dividido o a una prensa crítica. El bluf de Biden le vino de perlas al ruso para cimbrar a los países europeos. Para los líderes del viejo continente sostener la guerra de Ucrania tras el muy posible retiro de Estados Unidos supondría no solo un esfuerzo económico mayúsculo para sus atribuladas finanzas. Ahora, además, les representaría un problema político de cara al miedo de los ciudadanos, tras la amenaza explícita de Putin y su intención de considerar represalias en contra de la OTAN.

Una vez más, el ruso está jugando con la debilidad política de los gobiernos occidentales frente a sus electores. ¿Cuántos ciudadanos franceses, alemanes o ingleses aceptarán los sacrificios económicos o vivir en la incertidumbre de un conflicto nuclear por una lucha ajena y allende a sus fronteras? Será irresistible la presión política que sufrirán Emmanuel Macron, Olaf Scholz o Keir Starmer, respectivamente, si Trump y Putin les vienen con un tratado de paz que maquille una salida para Ucrania que no sea totalmente indigna.

¿Pero qué es digno o indigno en una negociación desequilibrada? Más allá de valores éticos y símbolos, la respuesta reside en la magnitud de ese desequilibrio. Y justamente esa es la estrategia a la que está jugando Putin, devastar las posibilidades de Zelensky para mantener la guerra y llegar a una negociación con cartas apabullantes en su mano para obligar a su rival a ceder al mayor número posible de condiciones políticas y territorios.

El problema de recurrir al bluf, como lo hizo Biden, es que por lo general se pierde frente a un jugador que no está sujeto a las mismas reglas, lógicas y responsabilidades que otros. Putin puede alimentar el pánico nuclear entre la población sin pagar las consecuencias, no así otros líderes políticos. El martes el gobierno ruso anunció la producción masiva de un búnker portátil capaz de albergar a 54 personas frente a un ataque nuclear. Los expertos afirman que técnicamente serían inservibles. Pero no se trata de eso, se trata de que los londinenses o los berlineses recuerden el sonido de los bombardeos y hagan lo imposible por rehuir cualquier riesgo de regresar a ello.

Solo esperemos que el desenlace sea lo menos punitivo para los ucranianos y que a los halcones con juguete nuevo que Trump designó para el Ministerio de Defensa y el Departamento de Estado nos les dé también por ponerse a jugar al póker.

 

 

Opinión – Jorge Zepeda Patterson
Agencia : Milenio

 

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