El regreso de Gonzalo N. Santos
Este lunes se hizo público el proyecto de sentencia del ministro Juan Luis González Alcántara, que plantea declarar inválidas algunas partes de la Reforma Judicial porque, afirma, atenta contra la independencia del Poder Judicial, al que declara, garante del respeto a los derechos humanos y, por tanto, núcleo y esencia de la democracia constitucional. La reacción de los líderes de Morena frente a este proyecto ha sido inequívoca: Ricardo Monreal, coordinador de los diputados de Morena, la calificó como una “barbaridad constitucional que no los detendrá”; Adán Augusto López, coordinador de los senadores de Morena, declaró que la reforma es irreversible, y fue más allá al decir que, cuando se dan movimientos transformadores, hay que tomar decisiones, y Bernardo Bátiz, miembro del Consejo de la Judicatura, declaró que “así son las Revoluciones y la Reforma al Poder Judicial es resultado de una revolución pacífica”. Es decir que, para el grupo gobernante, su legitimidad viene del voto popular sí, pero abreva de una fuente más profunda y sagrada que lo coloca por encima de las limitaciones que le imponen la Constitución y las leyes: a saber, la 4ta. Transformación (un concepto ambiguo que contiene una serie de preceptos sujetos a la definición de sus líderes y a las modificaciones y adiciones que se vayan sumando según las exigencias políticas del momento).
Algo no muy distinto sostenían, igual sin recato, los revolucionarios y sus herederos el siglo pasado. En 1939, el cacique de la huasteca potosina Gonzalo N. Santos, desde la tribuna de la comisión permanente le lanzó la advertencia al general Juan Andreu Almazán —que le disputaba la presidencia al general Ávila Camacho— de que “no le iban a entregar el poder ni por la buena ni por la mala”. Lo que habían obtenido gracias a las balas no se los iban a quitar los traidores mediante el voto. Siempre que “fue necesario” Santos procedió a “darle tormento a la Constitución”, como él definía cuando torcía o llanamente ignoraba lo dispuesto en la Constitución, en aras de enfrentar a los que incurrían en el pecado de “lesa Revolución”, es decir, los que no se sometían al cambiante deseo de los herederos del movimiento revolucionario.
Suena muy similar a lo que los portavoces del grupo gobernante nos han estado diciendo estas últimas semanas. Quizá el momento de máxima claridad y de mayor cinismo, fue la propuesta inicial que hicieron para asegurar lo que llamaron la ‘Supremacía Constitucional del Poder Legislativo’: una reforma a la Constitución que básicamente planteaba (le hicieron después algunas modificaciones) que lo que dispusiera una mayoría calificada en el Congreso no podría ser revisado por nadie y en ninguna circunstancia, esto para evitar que la Suprema Corte se pusiera quisquillosa y fuera a reclamarles en el futuro el contenido de alguna reforma constitucional contraria a los derechos humanos o que hubiera sido votada sin el respeto mínimo de las formas. (Sí, Gonzalo N. Santos está definitivamente de regreso).
Es verdad que la Reforma Judicial fue una imposición de López Obrador que lanzó tras de sí una granada final, pero en este mes no hemos visto ningún intento de desactivarla, todo lo contrario: al absurdo heredado le ha seguido una ejecución inflexible y obtusa que nos tiene a las puertas de una ruptura constitucional.
Opinión – Denise Maerker