Destino

Nací entorpecido por las sombras de la incapacidad manual. Crecí sin lo que llaman sentido práctico. No sé usar el martillo con rapidez, con lentitud tampoco; atornillar es una ciencia imposible para mí, si me pide usted que ponga un taquete en un muro, sé que no lo lograré y destruiré la pared. Ignoro el arte de la segueta. Me gusta la palabra: segueta. En estos días todo se arma: las sillas, las mesas. Usted va con las ilusiones desaforadas a comprar un armario y regresa a casa con una frustración en fragmentos incomprensibles. Quienes redactan los instructivos son seres crueles, sujetos sin predicado.

Hay hombres favorecidos por las habilidades manuales, todo lo arreglan, en tres patadas. No pertenezco a ese grupo, en realidad no sé adónde ni a qué pertenezco. Los veo con sus instrumentos como músicos de una gran orquesta sinfónica: martillos y clavos, desarmadores y tornillos, taladros y brocas, cepillos, formones, taquetes (los taquetes me obsesionan), decía que los veo tocar, trabajar, y me causan admiración, no lo niego, pero no compito con ellos ni los envidio. Un día, mi padre me vio meter en un muro un clavo para colgar un cuadro y dijo con tristeza: trabajos manuales, cero.

No sé si ya conté en esta página que estudié en la Secundaria 32, José María Morelos y Pavón. En ese tiempo, la escuela pública competía con las privadas. En ese mundo, un psicólogo hablaba con los alumnos y después les comunicaba a los padres y las madres los resultados para orientar el destino de sus hijos. No era una escuela mixta y eso casi me destruyó, entre tanta masculinidad, la maldad suplía a los instintos sexuales.

No sé qué dije en la entrevista, no tengo idea, pero sé que el psicólogo llamó a mi madre y le dijo que yo tenía futuro en una escuela técnica, recomendaba en especial la carpintería. Mi madre quiso matarse, pero eligió la indignación: este muchacho ha leído más que usted y yo juntos. Desde luego mi madre mentía.

En casa, mamá me pidió que le comentara dos novelas: Cien años de soledad y La región más transparente. Cuando terminé de platicar con ella, la escuché murmurar: no podía estar equivocada, ya le iba a llamar a tu hermano.

Por ese episodio, la tarde en que me permitieron hablar, por esa escuela y la forma de escucharme hoy escribo esta nota, lo cual por cierto no es garantía de nada. La verdad, sí me hubiera gustado la ebanistería.

Opinión -Rafael Pérez Gay

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