Historia de un rey, un presidente y una bienal

En política una negativa no es un no; solo es el comienzo de una negociación. Contra el desdén y la mofa, en cambio, no hay defensa. Podrá debatirse si la forma de pedirlo fue la mejor, pero la manera en que la Corona española no respondió a la petición del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, para ofrecer una disculpa conjunta a los pueblos originarios, fue la más desafortunada. El rey no solo ignoró la carta, alguien la filtró a los medios, lo cual derivó en escarnios y burlas.

La petición ofrecía argumentos con los cuales se podría no estar de acuerdo, pero reconocía un hecho que con distintas modalidades ha tomado impulso en los otrora “imperios”. Muchos miembros de círculos artísticos y culturales, e incluso políticos, en Europa y Estados Unidos comienzan a reconocer que la empresa “civilizadora” fue también un proceso de destrucción, por razones que obedecían al interés económico y político.

La carta de López Obrador, contra lo que se cree, no desconocía el carácter fundante del mestizaje al que dio lugar la Conquista y la Colonia. Porque, en efecto, somos el resultado de esa fusión. Pero, justamente, la manera en que lo somos deriva de la naturaleza expoliadora y discriminatoria con que se dio ese acto fundante. Es decir, no se trata de una fusión neutra, sino de una que se creó a partir de la negación de lo que existía. Los europeos de entonces abordaron los otros continentes como si fueran tierras vírgenes y como si los habitantes que las ocupaban constituyeran una especie más del exótico mundo animal. Eso es lo que les permitía asumir que podían repartirse territorios que ya estaban ocupados, bajo la mera excusa de que no pertenecían a otro reino “civilizado”. Por no mencionar a los habitantes originarios, tratados, en muchas ocasiones, como bestias de carga.

Y no, no estamos hablando de historia sino del presente. La discriminación de un cholo en la sociedad limense, o el desprecio que se desprende de una expresión como “indio pata rajada”, deriva en esencia de una visión que negaba al mundo prehispánico el estatuto de una sociedad humana, ya no digamos civilizada. La discriminación que hoy existe respecto a las etnias y todo lo que conlleva (lenguas, rasgos físicos, usos y costumbres) se alimenta de aquel desprecio. Lo indígena como un sinónimo de atraso, salvajismo, ignorancia o irracionalidad.

El primer paso para dejar atrás la discriminación étnica y cultural pasaría por entender mejor el mundo prehispánico y asumir que las reminiscencias quedan como una secuela de la manera en que sucedió esa conquista. De allí la importancia de reconocer que “el encuentro” entre estos dos mundos derivó en la cuasi destrucción cultural de uno de ellos. No se argumenta que aquello hubiera sido mejor, ni mucho menos. Simplemente reconocer que los pueblos originarios fueron violentados y expoliados de manera inhumana en nombre de la civilización. Reconocerles eso a sus descendientes es el primer paso para comenzar a mirarlos de otra manera.

Como en tantas otras ocasiones, la sensibilidad artística reivindica lo que el sistema se empeña en desconocer. En la Bienal de Venecia de este año, al menos, el Estado español sale bastante mejor librado que su rey. El pabellón de este país fue ocupado en su totalidad por la exhibición de Sandra Gamarra, una artista peruana emigrada a España. Con el nombre de Pinacoteca Migrante, la exposición intenta hacer explícito el discurso eurocentrista que durante siglos justificó la expoliación salvaje de los pueblos conquistados. En ella cuestiona los métodos de representación que se utilizaron en escuelas y en los museos de aquel continente, en particular en la península ibérica. Los gabinetes de curiosidades destinados a provocar el morbo pero también la avaricia comercial, los rasgos de irracionalidad y barbarie teñidos de exotismo en la descripción de los pueblos originarios, la simplificación de la otredad como un todo mezclado, fuesen mayas, mexicas, incas o una tribu de la Amazonia.

“La colonización europea de las Américas y de otros territorios produjo una manera violenta de habitar la Tierra. Lejos de tener como único objetivo el ‘mantenimiento de la vida humana’, el habitar colonial tenía como fin la explotación comercial de la tierra, lo que anulaba la posibilidad de un mundo con otro no europeo”, reza la introducción de los organizadores de la exposición. Y para mostrarlo, la curaduría expone diversas piezas que dan cuenta de la manera en que fue construido el discurso o la visión necesaria para legitimar la destrucción de una civilización por otra.

No se trataba de que la Corona española se disparara al pie o abriera espacios jurídicos para el reclamo o resarcimiento de los daños por parte de los herederos históricos y culturales de esos pueblos originarios. Pero sí de abrir el espacio para reconocer que en el sometimiento de las culturas originarias se cometieron algo más que excesos. Un acto de dignidad necesario porque los descendientes aún sufren las consecuencias de ello: no es solo que sus antepasados hayan sido victimizados por un sistema que los sometió de manera brutal, sino también que los descendientes quedaron convertidos en habitantes “inferiorizados” en su propia tierra. El nacimiento de la mexicanidad es producto de un maridaje, es cierto. Pero un maridaje en el que una de las dos partes fue tratada injustamente. Reconocerlo así es el primer paso para comenzar a desandar ese camino. Y eso no necesariamente pasa por el desconocimiento o la crítica de los muchos aportes de la civilización que avasalló en este proceso, sino simplemente del hecho de que se trató de un fenómeno desigual e injusto, en detrimento de aquellas culturas.

La Corona no lo entendió de esa manera. Otros círculos culturales y políticos en Europa y Estados Unidos han comenzado a reconocerlo así. Fundaciones y museos de esos países están revisando acervos y patrimonios, asumiendo los casos más flagrantes de despojo patrimonial y reconstruyendo la historiografía que pone en evidencia el discurso expoliador vigente durante tanto tiempo. En los pliegues de la burocracia española, alguien consiguió que su pabellón en la Bienal de Venecia hiciera honor a esta deuda. Enhorabuena.

Opinión – Jorge Zepeda Patterson

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